sábado, 21 de abril de 2012

baba


De ese hueco oscuro y fértil que es la infancia recuerdo pocas cosas. Los domingos escuchando a Boca en el patio, el luto de mi abuela y las babosas.
Me sentaba con el mate a ver a mi viejo desparramado en el jardín, ponía los pies sobre la reposera (me dan mucho asco las babosas), y veía cómo las iba matando: a veces una por una, deshidratándolas con sal; a veces, ya cansado, poniendo las tapitas de los frascos de dulce llenas de cerveza. Me quedaba esperando paciente y fascinada la llegada de las babosas que, una a una, cruzaban el jardín en diagonal para ir a caerse de lleno en esa trampera minúscula, donde se amontonaban aún después de haber colmado su capacidad.

Cuando tenía catorce fui a un campamento del colegio. Una chica un año más grande me enseñaba cómo tocar a un pibe atrás de nuestra carpa. Me impresionaba un poco que me tocara para mostrarme, pero aprendí bien. Cuando el chico me vino a buscar, la dejé. Ella estaba tomando una cerveza de lata, afligida porque empezaban a aparecer unas babosas gordas y brillosas a unos metros. Agarré uno de los vasos de plástico que habíamos usado para cenar, le puse un poco de líquido ya tibio, y la dejé en la puerta de la carpa. Mañana, le dije, te explico yo.
El pibe fue mi primer novio, pero nunca lo toqué.
Algunos años después, en verano, escuchaba cansada al padre de otro novio contar cómo había rescatado a unos murciélagos que habían quedado atrapados dentro de una estufa. El tipo era un intelectual, y todos lo escuchábamos con solemnidad, como si nos contara una epopeya. Mientras hablaba descubrimos un par de babosas dentro del plato donde ponían la comida para los perros. El intelectual agarró un diario, las sacó del plato, y las llevó hasta el cantero de las plantas. Con una gran sonrisa, satisfecho, nos saludó y se fue a dormir. Yo no me animé a decirle nada, pero cuando se fue le advertí a mi novio que la babosa es una plaga y se iba a comer las plantas. Mi novio tomó el diario, y puso a las babosas en el canasto de la basura sobre los restos de la cena. Hay que matarlas, le dije angustiada. Él esbozó entonces la misma sonrisa que el padre, me puso las dos manos sobre las tetas y no hablamos más de la babosa. Al tiempo dejamos de vernos.
Otra vez que mis viejos estaban de vacaciones, invité a un tipo que casi no conocía a mi casa. Era un pibe más grande y corpulento que apenas cruzó la puerta de calle, me desnudó. Me gustó eso. Un rato después nos sentamos en el jardín en pelotas a tomar cerveza. Hacía un calor insoportable, y el tipo me decía que era alérgico a casi todo lo que había en mi patio, aunque solo recuerdo que mencionó las hormigas. Se me hinchan los huevos si me pica una, me aseguró. No le creí.
Por esos días una revista española publicaba, por entregas, una entrevista al genocida Videla. La información que largaba era importante porque hablaba de la complicidad civil. El tipo decía que la entrevista estaba bien. Yo le hubiera preguntado cómo mata a los insectos en su casa, opiné. Él pensó que era una broma, y enseguida me señaló una babosa que avanzaba a la sombra de una planta. Yo me hice cargo y así, desnuda y en cuclillas, la cubrí de sal. Él estaba parado atrás mío, sorprendido. Ahora se va a retorcer en un charquito de baba, le advertí. Nos quedamos unos minutos viendo la agonía de la babosa, hasta que de atrás sentí cómo me empezaba a acariciar la cabeza con ternura. Cuando me di vuelta, tenía una erección enorme. Me levantó y me sacó del patio.
La casa se vendió y me fui a un departamento de un ambiente a unas cuadras. Ya no ví babosas, aunque me seguía encontrando de vez en cuando con ex novios. Mis viejos se mudaron a un departamento y las plantas crecieron en macetas. Una noche, en verano, los fui a visitar. Nos sentamos en el balcón después de comer, algo apretados. Se habían jubilado y estaban más aburridos que nunca. El otro día encontré una babosa entre las plantas, me comentó mi viejo. Me podía imaginar su alegría. ¿Le pusiste sal? Le pregunté interesada. Me contestó que no, que quedaba poca sal y no tenía cerveza. Le puso vino. Pero no es lo mismo, me dijo amargado.

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