Me levanto un sábado,
temprano, con sueño.
Tomo un café fuerte mientras
me abotono la camisa. Me hubiera bañado, pero preferí dormir un rato además.
Además, solo voy a la Facu.
Me cuelgo un bolso largo,
con un cuaderno de otra materia, algo de música y voy a tomar el 36. Apenas si
hay autos y el silencio es tan agudo que asusta. En la fila del bondi espera un
enfermero (imagino que es un enfermero, por el ambo), un chico de unos trece
años, con toda la pinta de ir a jugar al fútbol, y yo, que después de los
primeros diez minutos me siento en el cordón.
El colectivo viene mucho
después, vacío, y me voy al fondo. Llego tarde a la clase porque el aula está
mal escrita en el cartel. Interrumpo. Tengo que pasar delante de cien pares de
ojos que ven que no me bañé, ni me peiné, y que además notan que el bolso me
abrió el primer botón de la camisa.
Es una buena primera
impresión.
El profesor es un tipo de
unos 50 años. Está vestido de negro, y así, desde el costado donde me siento,
veo que tiene perfectamente cortado el pelo, tipo milico. Amplifica su voz
monótona con un micrófono antiquísimo, conectado a un equipo sucio.
Por lo que dice, me doy
cuenta que no es la primera clase, como creía. Tampoco es la segunda, me dice
una chica al lado mío, y me presta los apuntes de las anteriores.
Ahí leo que, a pesar de
estar cursando Literatura Española Medieval, no veremos literatura, sino
producciones verbales; no será estrictamente española, sino más bien
castellana; y no se centrará tampoco en el período medieval. Antes de poder
terminar de leer esto escucho al profesor leyendo en español antiguo.
Me quiero morir.
Entre una hora y otra salgo
al sábado radiante y busco los apuntes. La fotocopiadora es quizás la parte más
deprimente y arcaica de la Facultad. Además se pierde un montón de tiempo.
Decido pasar algunos minutos al sol y buscar los textos por internet. Estamos
en el siglo XXI.
En la puerta del aula me
cruzo con una amiga de la infancia, mi mejor amiga, que no veía hacía por lo
menos diez años. Está igual, y creo que yo también, pero siempre es rara esa
charla. Nos comentamos brevemente una década sin mencionar por qué habíamos
dejado de hablarnos. Cuando vuelve el profesor nos separamos. Quedamos en
buscarnos por Facebook.
Las siguientes dos horas son
eternas. La mitad del auditorio duerme. Algunos pocos se levantaron y se
fueron. El profesor habla del imaginario católico del siglo XII, y yo decido
dejar la materia. Si vengo a otra clase, pienso, voy a dejar definitivamente la
carrera. Me quedo hasta el final, por pudor, pero veo que mi amiga se va antes.
Faltan diez minutos y el
profesor deja sus apuntes. Nos mira, ve el tedio, y dice:
“Sé que todos Uds. se están
preguntando qué hacen acá o para qué les puede servir esto en sus vidas. No
pretendo convencerlos de nada. Soy sincero, esto es efectivamente aburrido.
Pero el imaginario y las ideas que circulaban en este período no son tan
absurdas ni tan lejanas. En el siglo XIV la peste negra o bubónica mató a la
mitad de la población de Europa. La quiebra del sistema de producción feudal,
las hambrunas y las luchas de poder entre nobles, reyes y una incipiente
burguesía fueron el marco de una de las crisis históricas más importantes. El
entonces rey de Francia, Felipe VI, validó la tesis de su cirujano, que en una
circular sostuvo que la causa de la peste era un conjuro de los leprosos que
intoxicaban el agua con una mezcla de orina, sangre infectada y hostias
consagradas, entre otras cosas, y que todo el plan era financiado por los
judíos, que esperaban con esta acción dominar el mundo. Tal hipótesis fue el
origen de los leprosarios y la persecución al pueblo judío, al que se le
confiscaron bienes. En esa época empezaron a proliferar en Europa los primeros
pogroms judíos. Los conocimientos que desde entonces ha desarrollado la ciencia
no pudieron sin embargo detener el crecimiento y consolidación de esta idea.
Tanto es así, que en el siglo XX el mismo discurso permitió el genocidio nazi
con el consentimiento de cientos de miles de personas alrededor del mundo,
-dice, y suspira cansado-. Todo texto es una intervención en la historia”.
El auditorio queda en
silencio. El tipo se seca la transpiración de la frente con un pañuelo,
prolijamente doblado. Apaga el micrófono y el transistor, y se lleva su pinta
de cura a otra parte. Nadie se mueve. El sol afuera es feroz.
y la historia es como un haz de luz en un laberinto de espejos,se repite se repite con menos fuerza pero conlleva el mismo rastro hasta el fin oscuro.
ResponderEliminarme encanto lula