martes, 24 de mayo de 2011

La Risa

Era un día soleado y tenaz, y la ciudad hervía de gente persiguiendo descuentos. La calle principal estaba colmada, y para cruzarla había que esquivar carteles, mesas de bares y mantas cubiertas por zapatillas truchas de todos los modelos y tamaños posibles.
Sobre la vereda, además, se desplegaba una familia de ocho integrantes que, ajenos al fervor comercial, se repartían naranjas cortadas en mitades.
La madre, gigante y morocha, administraba las raciones según las edades mientras que el hombre, gigante y morocho, dormitaba apoyado en la entrada de un edificio angosto.
Los chicos eran seis. Tenían las caras curtidas de sol, y las manos salivadas.
El más pequeño apenas se mantenía en pie. Gateaba descalzo entre los transeúntes, bailando entre una marea de pantorrillas y zapatos, mordisqueando su mitad mientras dos de sus hermanos se peleaban a mano limpia por el último cuarto, como si la naranja, y el mundo todo, fueran a agotarse al siguiente instante.
El menor del clan aprovechó la disputa, le arrebató la pequeña pieza a uno de sus hermanos y se la llevó de inmediato a la boca.
Los gritos de los dos niños pronto despertaron al hombre, que se mantuvo de todos modos inmóvil sobre la puerta.
La madre, de un salto, le sacó la naranja de la boca y le propinó un golpe liviano pero contundente en el mentón.
El menor se paró sobre sus dos pies descalzos y gritó:
-Negra puta.-
La madre estalló en una carcajada, y pronto reían los ocho. La naranja rodaba sobre el cordón.