domingo, 29 de abril de 2012

nueve meses


Me cita a las diez de la noche en Medrano y Rivadavia. Estoy en Las violetas, me dice en un mensaje. ¿En Las Violetas? ¿Entre señoras? Estoy llegando. Sí, me pintó un feca. Camino la última cuadra apurada, haciendo equilibrio sobre los taquitos chinos que me compré ayer.
Menos mal que no vine en ojotas.
El bar está vacío, él sentado a una de las mesas sobre la ventana. Lo identifico de espaldas. Está leyendo algo que no llego a ver qué es. ¿Cómo estás? Nos veo viejos. Es decir, jóvenes, pero pasados de nuestro tiempo. Me saco los lentes y le pido que nos vayamos de ahí. Caminamos unas cuadras por Rivadavia buscando otro bar. Me dice que fue un buen año, aunque no está muy convencido. Hace un calor de mil demonios, la ropa se nos pega al cuerpo y yo me levanto el pelo en un rodete. Dice que hace nueve meses que no nos vemos. Nueve meses, pienso, y al fin el parto. Está militando. Está estudiando menos, la Facultad no parece importarle, pero quiere terminarla, por su vieja. Lleva mocasines. Al final de la noche me dice que es una forma de homenaje a Néstor. ¿Los mocasines? Si, usaba siempre mocasines.
Me siento un poco extraña.
Entramos a un local chiquito que funciona a modo de parrilla. Hay una mesa vacía y más gente atrás del mostrador que en el salón. Tomemos cerveza. Si, hace mucho calor. Hablamos de viajes, de libros, y por fin de Sarlo. ¿Cuántos años vamos a hablar de Sarlo? Está ensañado en hacer hablar a Piglia. Hacerlo hablar de lo que él supone que debe hablar. A mí ni siquiera me gusta su ficción, alego, menos me gustaría escuchar sus posiciones políticas. La conversación vuelve al arte y al compromiso político. Tenemos posturas aisladas, como en casi todo. Pero todavía me seduce, y me gusta pelear.
El encargado del bar baja la persiana y nos empuja a la calle de nuevo. Sigue el calor, insoportable, como una masa haciendo presión sobre la cabeza. Busquemos otro bar, me dice. Paramos en la esquina, junto al semáforo. Me besa. Siento que tiembla y me decepciona. Me toca despacio, como si lo hiciera por primera vez. Pero así no fue la primera vez.
Al fin nuestros cuerpos se reconocen e intentamos hacer las cosas como de costumbre. Pero hace rato perdimos la costumbre, y no quiero que me abrace o me agarre de la mano. Finalmente hacemos todo, como de costumbre, aunque con más entusiasmo y menos ternura. Está leyendo a Hemingway. Por primera vez. Todo es nuevo para él y lo envidio. Si fuera argentino, Hemingway sería peronista, le digo yo. No le gusta reconocerlo.
Por fin nos vestimos. Se hace tarde y mañana hay mucho que hacer. Está contento de vernos. Pero no por vernos, sino por-vernos-así-sin-compromiso. Le recuerdo que bastante ha pasado para vernos así. Le diría que pasé un parto para vernos así, pero no lo digo. Es que ya no me importás. Miento cada vez que digo eso. Le duele. Me disculpo. Nos abrazamos. Está todo bien.
Afuera la lluvia es intensa. Se ofrece a llevarme a casa, y, como desde el primer día, le digo que no. Nos saludamos con un beso en la mejilla.
Que andes bien, decimos al mismo tiempo.

sábado, 21 de abril de 2012

baba


De ese hueco oscuro y fértil que es la infancia recuerdo pocas cosas. Los domingos escuchando a Boca en el patio, el luto de mi abuela y las babosas.
Me sentaba con el mate a ver a mi viejo desparramado en el jardín, ponía los pies sobre la reposera (me dan mucho asco las babosas), y veía cómo las iba matando: a veces una por una, deshidratándolas con sal; a veces, ya cansado, poniendo las tapitas de los frascos de dulce llenas de cerveza. Me quedaba esperando paciente y fascinada la llegada de las babosas que, una a una, cruzaban el jardín en diagonal para ir a caerse de lleno en esa trampera minúscula, donde se amontonaban aún después de haber colmado su capacidad.

Cuando tenía catorce fui a un campamento del colegio. Una chica un año más grande me enseñaba cómo tocar a un pibe atrás de nuestra carpa. Me impresionaba un poco que me tocara para mostrarme, pero aprendí bien. Cuando el chico me vino a buscar, la dejé. Ella estaba tomando una cerveza de lata, afligida porque empezaban a aparecer unas babosas gordas y brillosas a unos metros. Agarré uno de los vasos de plástico que habíamos usado para cenar, le puse un poco de líquido ya tibio, y la dejé en la puerta de la carpa. Mañana, le dije, te explico yo.
El pibe fue mi primer novio, pero nunca lo toqué.
Algunos años después, en verano, escuchaba cansada al padre de otro novio contar cómo había rescatado a unos murciélagos que habían quedado atrapados dentro de una estufa. El tipo era un intelectual, y todos lo escuchábamos con solemnidad, como si nos contara una epopeya. Mientras hablaba descubrimos un par de babosas dentro del plato donde ponían la comida para los perros. El intelectual agarró un diario, las sacó del plato, y las llevó hasta el cantero de las plantas. Con una gran sonrisa, satisfecho, nos saludó y se fue a dormir. Yo no me animé a decirle nada, pero cuando se fue le advertí a mi novio que la babosa es una plaga y se iba a comer las plantas. Mi novio tomó el diario, y puso a las babosas en el canasto de la basura sobre los restos de la cena. Hay que matarlas, le dije angustiada. Él esbozó entonces la misma sonrisa que el padre, me puso las dos manos sobre las tetas y no hablamos más de la babosa. Al tiempo dejamos de vernos.
Otra vez que mis viejos estaban de vacaciones, invité a un tipo que casi no conocía a mi casa. Era un pibe más grande y corpulento que apenas cruzó la puerta de calle, me desnudó. Me gustó eso. Un rato después nos sentamos en el jardín en pelotas a tomar cerveza. Hacía un calor insoportable, y el tipo me decía que era alérgico a casi todo lo que había en mi patio, aunque solo recuerdo que mencionó las hormigas. Se me hinchan los huevos si me pica una, me aseguró. No le creí.
Por esos días una revista española publicaba, por entregas, una entrevista al genocida Videla. La información que largaba era importante porque hablaba de la complicidad civil. El tipo decía que la entrevista estaba bien. Yo le hubiera preguntado cómo mata a los insectos en su casa, opiné. Él pensó que era una broma, y enseguida me señaló una babosa que avanzaba a la sombra de una planta. Yo me hice cargo y así, desnuda y en cuclillas, la cubrí de sal. Él estaba parado atrás mío, sorprendido. Ahora se va a retorcer en un charquito de baba, le advertí. Nos quedamos unos minutos viendo la agonía de la babosa, hasta que de atrás sentí cómo me empezaba a acariciar la cabeza con ternura. Cuando me di vuelta, tenía una erección enorme. Me levantó y me sacó del patio.
La casa se vendió y me fui a un departamento de un ambiente a unas cuadras. Ya no ví babosas, aunque me seguía encontrando de vez en cuando con ex novios. Mis viejos se mudaron a un departamento y las plantas crecieron en macetas. Una noche, en verano, los fui a visitar. Nos sentamos en el balcón después de comer, algo apretados. Se habían jubilado y estaban más aburridos que nunca. El otro día encontré una babosa entre las plantas, me comentó mi viejo. Me podía imaginar su alegría. ¿Le pusiste sal? Le pregunté interesada. Me contestó que no, que quedaba poca sal y no tenía cerveza. Le puso vino. Pero no es lo mismo, me dijo amargado.

jueves, 5 de abril de 2012

Las palabras y las cosas





Me levanto un sábado, temprano, con sueño.
Tomo un café fuerte mientras me abotono la camisa. Me hubiera bañado, pero preferí dormir un rato además. Además, solo voy a la Facu.
Me cuelgo un bolso largo, con un cuaderno de otra materia, algo de música y voy a tomar el 36. Apenas si hay autos y el silencio es tan agudo que asusta. En la fila del bondi espera un enfermero (imagino que es un enfermero, por el ambo), un chico de unos trece años, con toda la pinta de ir a jugar al fútbol, y yo, que después de los primeros diez minutos me siento en el cordón.
El colectivo viene mucho después, vacío, y me voy al fondo. Llego tarde a la clase porque el aula está mal escrita en el cartel. Interrumpo. Tengo que pasar delante de cien pares de ojos que ven que no me bañé, ni me peiné, y que además notan que el bolso me abrió el primer botón de la camisa.
Es una buena primera impresión.
El profesor es un tipo de unos 50 años. Está vestido de negro, y así, desde el costado donde me siento, veo que tiene perfectamente cortado el pelo, tipo milico. Amplifica su voz monótona con un micrófono antiquísimo, conectado a un equipo sucio.
Por lo que dice, me doy cuenta que no es la primera clase, como creía. Tampoco es la segunda, me dice una chica al lado mío, y me presta los apuntes de las anteriores.
Ahí leo que, a pesar de estar cursando Literatura Española Medieval, no veremos literatura, sino producciones verbales; no será estrictamente española, sino más bien castellana; y no se centrará tampoco en el período medieval. Antes de poder terminar de leer esto escucho al profesor leyendo en español antiguo.
Me quiero morir.
Entre una hora y otra salgo al sábado radiante y busco los apuntes. La fotocopiadora es quizás la parte más deprimente y arcaica de la Facultad. Además se pierde un montón de tiempo. Decido pasar algunos minutos al sol y buscar los textos por internet. Estamos en el siglo XXI.
En la puerta del aula me cruzo con una amiga de la infancia, mi mejor amiga, que no veía hacía por lo menos diez años. Está igual, y creo que yo también, pero siempre es rara esa charla. Nos comentamos brevemente una década sin mencionar por qué habíamos dejado de hablarnos. Cuando vuelve el profesor nos separamos. Quedamos en buscarnos por Facebook.
Las siguientes dos horas son eternas. La mitad del auditorio duerme. Algunos pocos se levantaron y se fueron. El profesor habla del imaginario católico del siglo XII, y yo decido dejar la materia. Si vengo a otra clase, pienso, voy a dejar definitivamente la carrera. Me quedo hasta el final, por pudor, pero veo que mi amiga se va antes.
Faltan diez minutos y el profesor deja sus apuntes. Nos mira, ve el tedio, y dice:
“Sé que todos Uds. se están preguntando qué hacen acá o para qué les puede servir esto en sus vidas. No pretendo convencerlos de nada. Soy sincero, esto es efectivamente aburrido. Pero el imaginario y las ideas que circulaban en este período no son tan absurdas ni tan lejanas. En el siglo XIV la peste negra o bubónica mató a la mitad de la población de Europa. La quiebra del sistema de producción feudal, las hambrunas y las luchas de poder entre nobles, reyes y una incipiente burguesía fueron el marco de una de las crisis históricas más importantes. El entonces rey de Francia, Felipe VI, validó la tesis de su cirujano, que en una circular sostuvo que la causa de la peste era un conjuro de los leprosos que intoxicaban el agua con una mezcla de orina, sangre infectada y hostias consagradas, entre otras cosas, y que todo el plan era financiado por los judíos, que esperaban con esta acción dominar el mundo. Tal hipótesis fue el origen de los leprosarios y la persecución al pueblo judío, al que se le confiscaron bienes. En esa época empezaron a proliferar en Europa los primeros pogroms judíos. Los conocimientos que desde entonces ha desarrollado la ciencia no pudieron sin embargo detener el crecimiento y consolidación de esta idea. Tanto es así, que en el siglo XX el mismo discurso permitió el genocidio nazi con el consentimiento de cientos de miles de personas alrededor del mundo, -dice, y suspira cansado-. Todo texto es una intervención en la historia”.
El auditorio queda en silencio. El tipo se seca la transpiración de la frente con un pañuelo, prolijamente doblado. Apaga el micrófono y el transistor, y se lleva su pinta de cura a otra parte. Nadie se mueve. El sol afuera es feroz.