Me cita a las diez de la noche en Medrano y Rivadavia. Estoy
en Las violetas, me dice en un mensaje. ¿En Las Violetas? ¿Entre señoras? Estoy
llegando. Sí, me pintó un feca. Camino la última cuadra apurada, haciendo
equilibrio sobre los taquitos chinos que me compré ayer.
Menos mal que no vine en ojotas.
El bar está vacío, él sentado a una de las mesas sobre la
ventana. Lo identifico de espaldas. Está leyendo algo que no llego a ver qué
es. ¿Cómo estás? Nos veo viejos. Es decir, jóvenes, pero pasados de nuestro
tiempo. Me saco los lentes y le pido que nos vayamos de ahí. Caminamos unas
cuadras por Rivadavia buscando otro bar. Me dice que fue un buen año, aunque no
está muy convencido. Hace un calor de mil demonios, la ropa se nos pega al
cuerpo y yo me levanto el pelo en un rodete. Dice que hace nueve meses que no
nos vemos. Nueve meses, pienso, y al fin el parto. Está militando. Está
estudiando menos, la Facultad no parece importarle, pero quiere terminarla, por
su vieja. Lleva mocasines. Al final de la noche me dice que es una forma de
homenaje a Néstor. ¿Los mocasines? Si, usaba siempre mocasines.
Me siento un poco extraña.
Entramos a un local chiquito que funciona a modo de parrilla. Hay una
mesa vacía y más gente atrás del mostrador que en el salón. Tomemos cerveza.
Si, hace mucho calor. Hablamos de viajes, de libros, y por fin de Sarlo. ¿Cuántos
años vamos a hablar de Sarlo? Está ensañado en hacer hablar a Piglia. Hacerlo
hablar de lo que él supone que debe hablar. A mí ni siquiera me gusta su
ficción, alego, menos me gustaría escuchar sus posiciones políticas. La
conversación vuelve al arte y al compromiso político. Tenemos posturas
aisladas, como en casi todo. Pero todavía me seduce, y me gusta pelear.
El encargado del bar baja la persiana y nos empuja a la calle
de nuevo. Sigue el calor, insoportable, como una masa haciendo presión sobre la
cabeza. Busquemos otro bar, me dice. Paramos en la esquina, junto al semáforo.
Me besa. Siento que tiembla y me decepciona. Me toca despacio, como si lo
hiciera por primera vez. Pero así no fue la primera vez.
Al fin nuestros cuerpos se reconocen e intentamos hacer las
cosas como de costumbre. Pero hace rato perdimos la costumbre, y no quiero que
me abrace o me agarre de la mano. Finalmente hacemos todo, como de costumbre, aunque
con más entusiasmo y menos ternura. Está
leyendo a Hemingway. Por primera vez. Todo es nuevo para él y lo envidio. Si fuera argentino, Hemingway sería peronista, le digo yo. No le gusta reconocerlo.
Por fin nos vestimos. Se hace tarde y mañana hay mucho que
hacer. Está contento de vernos. Pero no por vernos, sino
por-vernos-así-sin-compromiso. Le recuerdo que bastante ha pasado para vernos
así. Le diría que pasé un parto para vernos así, pero no lo digo. Es que ya no
me importás. Miento cada vez que digo eso. Le duele. Me disculpo. Nos abrazamos.
Está todo bien.
Afuera la lluvia es intensa. Se ofrece a llevarme a casa, y,
como desde el primer día, le digo que no. Nos saludamos con un beso en la
mejilla.
Que andes bien, decimos al mismo tiempo.
Darle muerte y volver a verlo como si acaso fuera otro en el mismo cuerpo, o el mismo cuerpo con otro; dejando el crimen, el parto afectado.
ResponderEliminarme encantó lu.
gracias nena! te extraño. hagamos una merienda dominical.
ResponderEliminar