viernes, 18 de abril de 2014

Matar al Papa



-Vaya usted a buscarlo, tata -decía agarrando las manos del paisano-.Vaya a buscarlo, porque se me ha puesto que Juan ha ido a matar al amigo Francisco, que así se ha puesto a perseguirlo.
Juan Moreira (Eduardo Gutiérrez, 1879)
El día que Bergoglio fue elegido Papa nos levantamos juntos, en mi casa. Pasaba entonces con más frecuencia que ahora eso de levantarnos juntos. En general Juan se levantaba antes, ponía el agua del mate y lavaba algunas hojas de menta. Después lo traía a la cama, y mirábamos alguna película en TCM, sin sonido, mientras desayunábamos y cogíamos.
Nuestra preferida era Midnight Cowboy. Creo que la vimos juntos una docena de veces. Tararéabamos el tema con el que empieza; Jon Voight sale de su laburo en un bar, se calza las botas tejanas y enfila para la ciudad. I don't hear a word they're sayin, Only the echoes of my mind.La mejor escena, lejos, es la de la noche en el cine y después, la fiesta. El tiempo se detiene alrededor de él, ahí vestido con su disfraz de cowboy, ridículo entre el mundo que se mueve. Y no entendés si él es un ingenuo o un sobreviviente.
Cada vez que veíamos esa peli, Juan me contaba la anécdota de Dustin Hoffman; que el tipo llevaba piedras en el zapato para que le salga mejor la cojera. La mayoría de las veces decía piedras, pero una vez me dijo guijarros o algo así, y lanzamos una carcajada al mismo tiempo, que nos hizo volcar el mate y coger como nunca.
Ese día, calculo, debe haber pasado todo así. No recuerdo que habláramos del Papa. La noticia me llegó muchas horas después, en el medio de una reunión, y a través de mi jefe, que sin soltar el teléfono que tenía en la mano, interrumpió la charla para contarnos.
Enseguida pensé en Juan, aunque no dije nada. Me quedé escuchando el final de la reunión. Un compañero entró para avisarme que me sonaba el celular. Había dos llamadas perdidas y un mensaje: Cuando salgas del laburo venite a casa.
Eso pasó otra buena cantidad de horas después. Para entonces, había revisado los diarios y escuchado algunas opiniones encontradas, fotos falsas del pasado de Bergoglio y argumentos brillantes a favor y en contra de que un argentino fuera Papa.
Juan no había leído nada de todo esto. Al menos, no me lo comentó. Y eso era raro, porque no existía hueco en el país en donde no se hablara de Bergoglio. Sí me dijo, antes que pudiera sacarme la campera, que había estado todo el día re loco, pensando. Tenía una remera oscura de ANSES, y calzoncillos, y cortaba cebolla y morrón para hacer unas pizzas.
Me apuré a desnudarme porque nunca lo había visto tan preocupado, y porque hablábamos mejor desnudos, siempre. Juan sostenía un cuchillo en la mano derecha que revoleaba mientras se cocinaba la pizza en el horno y poníamos la mesa. El cuchillo, me había explicado la primera vez que fui a su casa, era una especie de reliquia familiar; se trataba de la hoja de una tijera para esquilar ovejas que tenía grabado England 1890.
Entre otras cosas, a Juan le preocupaba que el Papa arruinara el Proyecto. Es la avanzada de la derecha internacional. Vienen por nosotros. La Patria Grande. Tenemos que hacer algo, me apuró. Yo no le contesté. Le saqué el cuchillo de las manos y corté la pizza. Nos habíamos sentado enfrentados y mientras masticábamos le puse las piernas sobre sus rodillas, a ver si lo distraía. Pero no funcionó. Quería convencerme. Le di la razón en que el tema era para preocuparse y que sin dudas la Iglesia era un brazo de la derecha, entre otras concesiones. Me estaba asustando. Después le dije que fumáramos un poco para relajarnos.
Todavía sentados, se derramó un vaso de vino en la mesa, formando un río púrpura que goteó sobre mis piernas. Le pedí que nos fuéramos a la cama. Aceptó, y me llevó de la mano. Antes de acostarnos, puso el cuchillo en la mesa de luz.
Nos llevó un tiempo dormirnos. Yo me acosté del lado de la mesita de luz y la miraba fijo tratando de ver el cuchillo en la oscuridad. Juan se movía. Me abrazaba, se alejaba, se enredaba con las sábanas. Cogimos un poco para cansarnos, y antes de volver a intentarlo me abrazó de espaldas y me dijo despacito, al oído: Hay que matar al Papa.
Cuando me desperté estaba sola. Di un par de vueltas a la casa, fui al patio, busqué en el lavadero. Lo llamé y no me contestó. Aproveché esa soledad para revisar la casa vacía. Porque siempre hubo algo inquietante en Juan para el resto y para mí también, al menos en ese primer momento.  Recorrí la casa en bombacha, como si fuera mía. Me encontré con poca cosa; la guitarra, nuevísima; un juego de ajedrez hecho con tuerquitas y tornillos de diferentes tamaños; un librito de poemas de Paul Eluard de alguna colección de Página. Me bañé, preparé el mate, y estiré la cama. Antes de cerrar la puerta confirmé que faltaba el cuchillotijera.
Ya afuera, regué las plantitas, escondí la llave en un huequito de la parrilla y empecé a caminar por el barrio dormido. Este hombre va a matar al Papa, pensé.
Esa semana no nos vimos. Traté de llamarlo un par de veces pero no devolvió el llamado, y yo no insistí. El domingo fui a su casa, sin avisar. Había organizado un asado con dos compañeros que, pensé después, no se conocían entre sí. No se sorprendió con mi visita. Tampoco me presentó.
El asado estaba demorado, porque eran las 11 y recién prendía el fuego. Era uno de esos momentos en que el tiempo se detiene, y la acción no avanza. Ninguno de los cuatro hablaba, mirábamos el fuego desesperados por el frío que hacía. La única que decía algo cada tanto era María, una travesti hermosa, que protestaba por lo que tardaba Juan con el fuego. Él estaba tranquilo y, sin apuro, se sentó a ver cómo ardían las brasas. Yo trataba de recordar de memoria la Evita de Perlongher, para recitarla, pero habíamos fumado mucho y no me sentía capaz de articular palabra.
Faltaba el cuchillo-tijera.
Comimos cerca de las 4 de la mañana. Y así como aparecieron los compañeros, se fueron. Nosotros nos tiramos en la cama. Juan estaba contento, como si recién se despertara. No recuerdo por qué me contó que de chico, en su ciudad, laburó entrenando palomas mensajeras. Hablamos horas sobre eso, casi hasta el amanecer.
Mañana hay una asamblea en el local por el tema del Papa, me dijo, con los ojos ya cerrados. Esperé que siguiera. Me dormí escuchando la sirena de un auto.
La mañana siguiente fue un caos porque no escuchamos el despertador y nos levantamos tardísimo. Casi ni nos saludamos. Yo no fui a la asamblea en el local, pero al rato que terminó, sentí el timbre de casa.
Juan traía un pollo entero, que fue deshuesando mientras me explicaba las conclusiones de esa asamblea, quién dijo qué, quién le respondió. “Y vos qué dijiste?”. No me contestó. No me estaba mirando, estaba mirando al pollo, así que repregunté. Nada.
Abrí una birra y puse música, enojada. Me fui al balcón a estar lejos y a demostrarle mi enojo. Vino atrás, me sacó la botella y volvió al pollo. “El otro día fui a Campo de Mayo”.
“¿A qué?”
“A ver qué onda”, me contestó.
No me di vuelta. Miraba fijo esa plantita que me trajo el primer día que salimos.
“Y qué onda?”
Se acercó con un cuchillo en la mano, y se empezó a reir a los gritos. “Nada, había un loco ahí barriendo”.
Yo no me reí. Empecé a contarle algo que había pasado ese día en la oficina, algo que ahora ni recuerdo. Bajé una peli, mientras él fritaba el pollo en calzoncillos y me seguía hablando, así, sin parar, sin levantar la vista de la sartén. No me acuerdo de qué me hablaba. Porque ya no me hablaba a mí.
Llevamos una tercera botella a la cama, el pollo en el medio. Corría Blade Runner. No terminamos el pollo, ni la birra ni la película. Nos fuimos quedando dormidos, a destiempo, y después no sé si soñé o pasó que le pedí que me regalara el cuchillotijera.
Me prometió que sí.

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