miércoles, 18 de julio de 2012

Los asesinos


Hoy me voy a morir. Me estoy muriendo ya. Me apena haberme puesto este pantalón sucio, y la misma camisa que usé ayer. No es mi intención traerle problemas a la Señora Bell. Ella es muy buena conmigo, aunque lo mejor son sus caderas. Podría dormir sobre ellas.
Por suerte, no llevo medias. Así, tirado en la cama, al menos veo la punta de mis pies. No los cuidé en años, por eso algunos dedos están sobre otros. Tengo pelos en los dedos de los pies. Siempre tuve vergüenza de ellos, pero hoy los encuentro simpáticos. Son especiales. Tampoco cuidé mis manos. La señora Bell dice que debería hacer kinesiología.  A ella no le gusta el boxeo.
No me decido a salir. Me gustaría cenar por última vez costillas de cerdo en el restaurant de Henry. Tendría que haberlo hecho antes, más temprano. Ahora el veneno empezó a hacer efecto, y ya no siento con seguridad mis piernas. ¿Habré tomado lo suficiente? Todavía percibo con nitidez las dimensiones de este cuarto. Frente a mí, una mancha irregular de humedad simula un hueco en la pared. Cuando llegué era sólo una marca pero en los últimos años creció con una velocidad salvaje. Como este chico Nick Adams, que me visitó hoy. Pobre muchacho.
Por la ventana veo el cielo. Esta noche es un techo violáceo de nubes atormentadas.  Es bello, aunque los días otoñales me desaniman. Preferiría morir en verano. Preferiría no morir, pero de a ratos creo que valió la pena. Ella olía a árboles. Su cuello olía a árboles. También sus hombros desnudos. Ella sería perfecta en verano.
La señora Bell interrumpe de nuevo. Se ve algo pálido, Ole. Me encanta cuando me llama Ole. ¿Se siente bien? Mejor que nunca. Ella va hacia la ventana e intenta cerrarla, pero el viento la empuja, la golpea contra su cuerpo y la ventana se rompe en un millón de piezas. Me levanto, pesado. Quédese en la cama, que está descalzo, Ole. No le hago caso y avanzo.  Conmigo se levanta un fuego ácido que nace en mi estómago y sube hasta la garganta. Me tomo de la Señora Bell y me agacho. Las piezas de cristal son muy pequeñas, y uniformes. No se preocupe, Ole, déjelo. Voy a buscar una escoba. La señora Bell desaparece por la puerta y yo me quedo así, apoyado sobre mis gemelos, frente a una marea de cristales. Cada vez que tomo alguno se me cae de las manos.  Mis pies empezaron a sangrar y abrieron dos ríos púrpuras sobre el piso de madera. Me cuesta más distinguir los vidrios.
Afuera empezó a llover con violencia. No puedo levantarme a verlo, pero el sonido es furioso, y me imagino una correntada de ramas y barro que inunda el pueblo y va a morir al mar. Pienso en un diluvio, mientras el corazón martilla en las sienes. Tengo las manos ardiendo. ¿Dónde está la Señora Bell? Debe haberse puesto a cerrar las ventanas. Quizás todavía no encontró la escoba. Debería traer un trapo. Ole, lo buscan, me grita la Señora Bell desde la planta baja. Que pasen. 

1 comentario:

  1. sos grandiosa amiga. gracias por este pasaje. mientras todo esta gris afuera.

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